lunes, 30 de junio de 2014

“Pintar es como escribir un diario de mi vida y otro del país con imágenes”

Entrevista a Diana Dowek


Por Alejandra Rodríguez Ballester

Una multitud en la revuelta. Cuerpos en movimiento, siluetas que se persiguen, caen, arrojan piedras, esquivan palos, entre banderas que flamean y una bruma blanca que envuelve y congela la imagen como si fuese el fotograma de una película. De indescriptible belleza, esta es la tapa del libro “Diana Dowek. La pintura es un campo de batalla”, un libro que permite recorrer, desde sus inicios, la producción de esta artista para quien la propia vida se confunde con los acontecimientos que marcaron la historia del país.
“La pintura, para mí, es como escribir, a la vez, un diario de mi vida y un diario del país en imágenes”, reflexiona Diana Dowek, en su estudio, mientras hojeamos este libro con textos de José  Burucúa, Ana P. de Quiroga y Martina Della Stella, diseñado por Alfredo Saavedra y Esteban J. Rico. Distinguida el año pasado con el Premio a la Trayectoria del Fondo Nacional de las Artes, la muestra que corresponde a ese premio –Memorias Urbanas- se realiza en estos días en la Casa de la Cultura, del FNA. Tanto el libro como la muestra, fueron curados por Kekena Corvalán, investigadora focalizada en la tarea de las artistas mujeres y su visibilidad.
“En la obra de Diana, me interesa la transformación de la realidad a través de la figuración. Esto de sostener un pincel durante 50 años,  sostener la misma actitud, me conmueve profundamente,” dice Kekena, que contrasta esta postura con la banalización de la imagen muy en boga en cierta producción artística contemporánea. Kekena destaca la relación de la obra de Diana con la fotografía -ella capta la realidad a través de la cámara y después hace una transferencia a la tela-, que trabaja en el límite siempre conflictivo entre pintura y fotografía.
Puede decirse que el libro despliega el devenir de un arte constantemente interpelado por la vida pública y que la muestra revela algo así como el “detrás de escena”, el proceso de construcción de la obra, las lecturas y los bocetos que la sustentan.
“Mi principal preocupación siempre fue cómo encontrar las claves para simbolizar lo que estaba pasando”, dice Diana. Dar vuelta una página es, de pronto, zambullirse en los 60, en la guerra de Vietman y el activismo opositor que también tuvo su expresión en la Argentina.
En relación con cada momento, Diana cuenta una historia de militancia artística: “En el 66 participé del Homenaje a Vietnam, organizado por León Ferrari y en el 67 hicimos la muestra Malvenido Rockefeller,” recuerda mientras contemplamos una imagen muy pop, el cuerpo Raquel Welch en bikini envuelta en la bandera de EEUU, que deja ver en su vientre imágenes de la guerra. Con el paso  de esa década agitada, las preocupaciones por lo internacional fueron dando lugar, de manera excluyente, a lo que pasaba en el país.
“Yo estuve inmersa en el Cordobazo, en el Viborazo. Eran épocas muy fuertes. Las muchedumbres y la insurrección estaban a la orden del día”, cuenta Diana, recordando los actos relámpago que hicieron en Florida y Córdoba, con las fotos de los muertos del Rosariazo, y también el “Contra-salón”, en 1972, para protestar por la censura en el Salón Nacional en 1971. Esa época está reflejada en la serie “Lo que vendrá”, a la que pertenece la imagen de la tapa del libro.  Muchedumbres en lucha, la revuelta plasmada con la técnica del stencil, la técnica urgente de la expresión política, con una impronta cinematográfica.
Más inquietantes y oscuros son los enigmáticos paisajes verdes, fechados en 1976, que encierran secretos ominosos. Es tiempo de dictadura, la expresión se vuelve elíptica y paranoica: en medio del verde, un espejito retrovisor refleja un Falcon, o  un cuerpo muerto. “Quería mostrar un paisaje en el que aparentemente no pasaba nada…”, recuerda Diana.
De esa época provienen las imágenes de cuerpos alambrados, edificios encerrados bajo una trama opresiva,  pero también un alambrado abierto, agujereado. “Llegó un momento en que me había encerrado a mí misma. ¿Si la tela está clausurada cómo hacés para saltar? Y me dí cuenta de que el mismo elemento que encierra puede abrir,” señala, recordando los días en que exponía esos cuadros en la dictadura y esos alambres abiertos eran un llamado a la resistencia: en Santa Fé el público hizo una colecta para comprar el cuadro. En esa época el arte geométrico era el arte oficial –“los artistas viajaban con Videla”, señala- pero Jorge Glusberg hizo un lugar en el Cayc para lo que él bautizó como “La posfiguración”, donde estaban Diana, Norberto Gómez, Alberto Heredia y otros.
La obra de Diana oscila entre mostrar al ser humano y su ausencia. De la década del 90 datan las imágenes de edificios públicos fraccionados, eclosionando, así como las vallas, más recientes, aluden  tanto el intento de represión como a la fuerza de la resistencia. Su producción más reciente, presente en la muestra del FNA, toma a la minería a cielo abierto como tema, y las máquinas cobran protagonismo.
Al final de la entrevista hablamos de los límites de la representación. Diana destruyó obras relacionadas con las heridas del proceso porque traspasaban una frontera. “¿Hasta dónde podés ser cruel?”, se interroga. Y le pregunto si debe haber un límite para la belleza cuando se denuncia una realidad injusta. “Sí, hay una contradicción: si la obra es demasiado bella, el otro se puede quedar en lo estético. Tu forma tiene que ser lo suficientemente bella para atraer al espectador pero lo suficientemente crítica para que no se deje atrapar por el sentimiento. Es lo que decía Brecht, tiene que haber un distanciamiento. Pero debe ser arte. El Guernica es un alegato contra la guerra porque es arte.”

Publicada en Clarín Cultura 2/9/13

 FICHA MUESTRA “Memorias Urbanas”
Casa de la Cultura-FNA
Rufino de Elizalde 2831, CABA
 Martes a domingo, 15 a 20 hs.
Entrada libre y gratuita

Informes: 4808-0553 / 4804-9966

Relatos de la diáspora y nuevas espacialidades

Sobre un cuento de Eduardo Muslip

Por Alejandra Rodríguez Ballester

Introducción
“La literatura como tal cumple una función específica, porque es un discurso que empieza a decir algo después de que los otros discursos institucionalizados han dicho lo que tenían que decir. El escritor, el dramaturgo, es para mí alguien que escucha el inmenso rumor del discurso social que llega a él en forma de fragmentos erráticos, imágenes, frases con la marca de los debates en los que participaron.” Marc Angenot
Tal como lo manifiesta el investigador belga Marc Angenot, la literatura puede ser un lugar privilegiado donde leer los discursos sociales y rastrear determinadas modalidades de lo contemporáneo. En una serie de relatos recientes de escritores latinoamericanos es posible observar la puesta en escena de un recorrido de sur a norte y cierta cualidad de desterritorialización propia de la contemporaneidad. Narraciones como Lord, del brasileño Joao Gilberto Noll, Wasabi del argentino Alan Pauls o el más reciente Phoenix de Eduardo Muslip, entre otros, pueden ser considerados como “relatos de la diáspora” en sentido amplio, ya que tematizan de maneras diversas la cuestión de las identidades y las nacionalidades que mutan, se debaten o se disuelven en ese movimiento migratorio. Son relatos en los que el espacio tiene un rol protagónico, que problematizan la noción de territorio y revelan las dimensiones múltiples y ubicuas que el concepto de espacio puede traer aparejadas en la actualidad. Los textos citados comparten, además,  la particularidad de poner el foco en las migraciones en el campo académico, de intelectuales, escritores o estudiantes universitarios.
El presente análisis se centrará en “Cartas de Maribel”, primer relato de Phoenix de Eduardo Muslip, compuesto por cuatro cuentos que narran la experiencia de un joven docente argentino en esa ciudad norteamericana. La unidad temática del libro está dada por la experiencia del narrador como residente en la Universidad de Arizona, en  la ciudad de Phoenix, y por el viaje o el deseo del viaje condensado en el mapa, que es tema del último relato, Air France.
Ya desde el título, Phoenix pone el acento en el espacio, en la ciudad como condensado de la cultura, tema que enfatiza la ilustración en la tapa del libro, que superpone rectas en un plano, una fotografía aérea, una autopista y la sombra de un avión proyectada en el desierto.
La imagen del avión en la tapa, como el mapa de Air France que es objeto de deseo del narrador en el último relato de Phoenix, parece representar cierta utopía contemporánea de ubicuidad constante y posibilidad de desplazamiento infinito.
Phoenix podría considerarse como el modelo de la nueva ciudad estadounidense, surcada por una red de autopistas que unen urbanizaciones y centros comerciales. Como señala Michel Foucault (De los espacios otros, 1967) “estamos en un momento en que el mundo se experimenta, menos como una gran vida que se desarrolla a través del tiempo que como una red que une puntos y se entreteje”. En el plano de la arquitectura contemporánea, quizás nada representa de manera más gráfica esa “red” de puntos interconectados que las modernas autopistas norteamericanas, que unen emplazamientos distantes y aislados entre sí.
En el primer relato de “Phoenix”, “Cartas de Maribel”, esos puntos en la red son las ciudades de Buenos Aires, Nueva York, Miami, Medellín y Phoenix misma, una red de ciudades, no de países ni naciones, los espacios de referencia y/o pertenencia del narrador y de la estudiante colombiana que da título al relato.
A través del personaje de Maribel y las reflexiones del narrador, el relato va trazando paralelos entre las culturas de esas ciudades, las oposiciones entre ellas, los conflictos de los migrantes, el “equipaje” simbólico que cada uno se lleva de su cultura o de sí mismo por más que migre. A medida que muestra y describe al personaje de Maribel, el relato despliega un mundo que resulta nuevo para el narrador. La vida de Maribel parece representar la de muchos migrantes latinoamericanos, devenidos “latinos” en Nueva York, con sus familias y afectos dispersos, permanentemente “en viaje”. Un padre narco y amigos “latinos” en problemas con la ley por cuestiones de drogas son parte de ese universo abigarrado que el narrador observa y con el que intenta establecer nexos y comparaciones.
Las formas de sociabilidad que se revelan en este universo de migrantes ponen de manifiesto identidades y pertenencias que no tienen que ver con lo local y que están signadas por la movilidad. Tal como consideran Amin y Thrift en Cities. Remaining the urban, “el tejido familiar, de clan, las conexiones étnicas en la diáspora permiten montar circuitos de migración y movilidad subsecuente (en contraste con las viejas migraciones)”. El hogar ya no tiene que ver con el propio lugar, sostienen estos autores, sino con locaciones: “algunas son sitios alrededor del mundo pero otros son relaciones e imaginarios de diferente clase, que también contribuyen a la comunidad”. Estamos ante una sociabilidad móvil “cuya característica es que puede y, de hecho, se realiza a través de las distancias”.  El caso de los migrantes es un ejemplo extremo de algo que sucede en otros ámbitos sociales de la ciudad contemporánea: la progresiva separación de la organización social del espacio (Amin y Thrift: 2002).
El relato de Muslip tematiza la condición de desterritorialización de la vida contemporánea, la cualidad del espacio y los lugares más que como sitios duraderos “como momentos de encuentro, no fijos en tiempo y espacio, sino como eventos variables, y flujos de interrelación”  (Amin y Thrift: 2002).
Según Appadurai en La modernidad desbordada, “podríamos hablar de diásporas de la esperanza, diásporas del terror y diásporas de la desesperación. Pero en todos los casos, estas diásporas introducen la fuerza de la imaginación, ya sea como memoria o deseo, en la vida de mucha de esta gente, así como en mitografías diferentes a las disciplinas del miedo y el ritual de corte clásico. Aquí la diferencia fundamental es que estas nuevas mitografías pasan a convertirse en estatutos fundacionales de nuevos proyectos sociales”.
En el cuento de Muslip, esas mitografías parecen asociadas a la idea de progreso del sueño americano, el deseo aparece proyectado hacia el futuro como “proyecto”, un proyecto que parece siempre postergado, en el caso de Maribel;  clausurado y vuelto mera “fantasía”, en el de los amigos presos. La memoria reaparece una y otra vez en las cartas de los amigos y las fotografías de familiares que Maribel lleva consigo.
Heterotopías antagónicas
Frente a la desterritorialización y la movilidad del espacio que el cuento de Muslip pone de manifiesto, aparecen recortados muy nítidamente ciertos universos autónomos –que aquí actúan como un sistema- que poseen la cualidad de heterotopía (Foucault, 1967): lugares reales con cierta calidad utópica, lugares – otros separados de la ciudad y cerrados en sí mismos.
La universidad  norteamericana –el espacio que da sentido al viaje- funciona como una heterotopía contemporánea, un universo cerrado de reclusión en aras de la formación académica; la meca de los estudiantes latinoamericanos, el sitio que les dará las credenciales para circular por la red académica global, el lugar de los “proyectos”-tan mencionados por Maribel-, de la conformación del futuro personal.  Tal como interpreta el narrador, para esta estudiante “latina”, nacida en Nueva York de padres colombianos, la universidad representa “una fantasía de erudición, inteligencia, clase” (Muslip, p. 47), un sitio que le permite “salir del barrio”: quizás por esa atribución de excesivo valor, comenta el narrador, ella no puede nunca concretar sus propósitos, terminar sus estudios. Por otra parte, el mismo narrador esboza un sentimiento de debilidad o exclusión frente a la fuerza simbólica de esa heterotopía universitaria: “Creo que estoy más cómodo en la universidad pero también intuyo que ese lugar no me corresponde del todo”, comenta.  El relato muestra a la universidad norteamericana como un espacio hipotéticamente abierto o igualitario, donde sin embargo, las minorías no dejan de sentir cierta inadecuación, cierta carencia en sus posibilidades que vuelve precario el proyecto mismo, como una perpetua amenaza de disolución.
En las antípodas de esa heterotopía positiva que es la universidad, la cárcel aparece enfrentada, como una heterotopía de la desviación, institución biopolítica de la ciudad. En este sentido, el relato plantea una situación sin salida para los inmigrantes: “Los que crecen en mi barrio, insistía Maribel, es muy fácil que terminen en la cárcel. Y eso les mata sus proyectos, les arruina la vida. (…) Al hojear las cartas de los chicos de la cárcel, lo que más se veía eran proyectos. Proyectos explicados con detalle y convicción. Estudiarían, empezarían un negocio. “Fantasías”, evaluaba Maribel, cortante”. La cárcel es el reverso oscuro del sueño americano, el lugar de la cancelación del tiempo –del no futuro- y los proyectos.
Frente a estas heterotopías se configura un espacio de límites menos precisos pero omnipresente y ubicuo. Se trata del desierto, el espacio donde está enclavada Phoenix, que a la vez funciona como el territorio de la irrealidad y de la imaginación, un espacio fuertemente simbólico. “El desierto es el mejor lugar para escuchar voces ya separadas de la materia de los cuerpos, sin relación de lugar o de tiempo”, afirma el narrador. El desierto es una presencia inmaterial, desterritorializada; el protagonista no lo recorre ni siquiera lo contempla ni lo describe, pero se sabe aislado en su inmensidad como en el espacio sin límites de la fantasía y la memoria. De fuertes connotaciones por su relación con otros textos de la cultura, desde la road movie norteamericana, hasta el éxodo bíblico, el desierto, que es el lugar del tránsito y del peregrinaje, es un espacio cargado de sentido en este relato sobre migrantes. Es, a la vez, el lugar de la interioridad, la trascendencia y la alucinación, el ámbito donde se despliega la sensibilidad,  la creatividad y la ficción.
Migrantes, voces, tecnologías
“Las migraciones en masa (ya sean voluntarias como forzadas) no son un fenómeno nuevo en la historia de la humanidad. Pero cuando las yuxtaponemos con la velocidad del flujo de imágenes y sensaciones vehiculizados por los medios de comunicación de masas, tenemos como resultado un nuevo orden de inestabilidad en la producción de las subjetividades modernas”, considera Arjun Appadurai.
En ese espacio recortado de lo cotidiano que es la universidad, en el espacio simbólico del desierto, resuenan las voces y se yuxtaponen las imágenes del mundo de Maribel y del mundo del narrador. En la lejanía de Phoenix, esas voces e imágenes aparecen a través distintos dispositivos tecnológicos: el celular, los mensajes de texto, el contestador automático, las fotografías, el e-mail, las cartas.  
La tecnología es la forma de comunicación entre esos espacios distantes, esas ciudades por las que circula la vida de los migrantes, los amigos y la familia dispersa de Maribel. “…podía estar con su celular en el living de nuestro departamento, en un pasillo de la universidad, en el supermercado, en la calle o en un auto, y hablaba por un buen rato. Aparecían entonces tonos de voz que yo ya le conocía y muchos otros que nunca le escucharía en otras instancias: inflexiones tiernas, ásperas, susurros, risas, gritos, súplicas, llanto, extrema ligereza o tremendo dramatismo.”
Pero lo digital también resulta una herramienta que frustra o impide la comunicación: la protagonista no contesta los mensajes, cambia de celular, tiene llena la casilla del email o cambia de dirección electrónica. La dificultad de la comunicación también se plantea en relación con la escritura y con la tarea intelectual: no encontrar la forma de comunicar implica, para el narrador, demorar proyectos de escritura o dejarlos truncos.
Dotadas de mayor materialidad, las fotografías tienen el poder de yuxtaponer en el espacio imágenes de seres imposibles de reunir geográfica o afectivamente: “las tres personas estaban sólo unidas por las pequeñas bisagras del portarretrato y el afecto de Maribel”.
Pero son las cartas, anacrónicas como soporte comunicativo, las que tienen un lugar central en este relato. Son cartas que la protagonista lleva consigo a todas partes -para esconderlas de su novio- y que deja por un tiempo al cuidado del narrador. Están escritas por sus amigos colombianos,  presos en cárceles de Estados Unidos, en Chicago, Nueva York o Florida, por venta de drogas. Eso explica el anacronismo: privados de internet o celulares, el único modo de comunicación de los presos es epistolar, a través de cartas, que, como observa el narrador, tienen una “insuficiencia”: faltan anécdotas, referencias a la cárcel misma, a los compañeros o a los guardias, porque son cartas sometidas a censura. Como señala el narrador, “pocos objetos parecían poder evocar un mundo como esa carpeta de cartas”, que empiezan a tener para él un interés particular, por su potencial evocativo y narrativo.
Las cartas, las fotografías, son objetos valiosos en la diáspora porque recuerdan al ausente. En este relato las cartas se atesoran -como las del padre narco, que escribe a su hija desde la cárcel desde los diez años de Maribel hasta los veintiuno- pero también se pierden. La inconstancia y la superficialidad del personaje amenaza con diluir los “proyectos” y se refleja en estas pérdidas. Frente a la materialidad de su novio Larry -“fuente de calor, autoridad, dinero”-, lo inmaterial de los recuerdos, los afectos, los “fantasmas” de esos chicos presos, se diluyen. Como también parece diluirse la identidad de Maribel misma, y la del narrador.
 “Mientras miraba a Maribel preparando todo para irse, tuve la convicción de que estábamos destinados a la pérdida. Lo que yo traía de Argentina, mis recuerdos, todo, estaba destinado a perderse porque no iba a encontrar la manera de comunicarlo. Pensé en las cosas perdidas en la casa de la madre de Maribel, las cartas del padre, las de la amiga argentina…”.
En la última escena, el narrador sueña con Maribel y un mensaje grabado en una cinta magnetofónica que se enreda y se pierde sin remedio. El relato confronta distintos soportes de conservación y reproducción técnica de los mensajes y las imágenes, incluso el sueño se narra como si fuese una película: “en mi sueño yo veía un primer plano de la belleza de Maribel hablándole a la cámara”.
Pese a la abundancia de soportes y tecnologías, estos se representan como efímeros e incapaces de garantizar el resguardo de la memoria, una precariedad que, por otra parte,  es constitutiva de los nuevos soportes digitales. La amenaza de desmemoria y de pérdida de los objetos con valor afectivo tiene una fuerte carga dramática en el relato (el narrador pone el acento allí donde la protagonista parece preferir el no saber). La superficialidad en las relaciones puede asociarse con cierto rasgo de época señalado por Zygmunt Bauman, para quien los vínculos humanos precarios son característicos de la “modernidad líquida”. Una superficialidad que, en este relato, se traduce en inconsistencia y en pérdida personal: los afectos se diluyen, las cartas se pierden, los proyectos individuales no se concretan. Seducidos por las promesas de la ciudad global, los latinoamericanos migrantes terminan resultando víctimas de una sociedad desigual. Para los hombres, la  precariedad y la marginalidad parecen difíciles de eludir. Para las mujeres, los resabios de la sociedad patriarcal entran en contradicción con el modelo de mujer moderna y universitaria que la sociedad a la que quieren pertenecer dibuja para ellas. En la mirada extrañada del narrador argentino que Muslip pone en escena, estos latinoamericanos devenidos “latinos” muestran las grietas de una identidad híbrida que no llega a conformarse del todo y que no parece lograr eludir su destino de exclusión. Sin embargo, así como es cambiante y móvil el paisaje de estas sociedades también estas identidades se perciben en tránsito, capaces de cruzarse e influirse unas a otras en un devenir abierto, sin clausura.

Buenos Aires, 2011

Bibliografía
Appadurai, Arjun (2001). La modernidad desbordada. Dimensiones culturales de la globalización. México: FCE, 2001.
Amin,  Ash y Trift, Nigel (2002). Cities. Remaining the urban. Cambridge: Polity Press, 2002.
Angenot, Marc (2010). “Los límites de la persuasión”. Revista Ñ, 11 de noviembre de 2010.
Barbero, Jesús Martín (1991) “Dinámicas Urbanas de la Cultura”. Revista Gaceta de Colcultura N* 12, Ed. Instituto Colombiano de Cultura, diciembre de 1991.
Bauman, Zygmunt (2002). Modernidad líquida. Buenos Aires: FCE, 2002.
Foucault, Michel (1967). “De los espacios otros”. Architecture, Mouvement, Continuité, n° 5, octubre de 1984. Trad.: Pablo Blitstein y Tadeo Lima.

Muslip, Eduardo (2009). Phoenix. Buenos Aires: Malón editorial, 2009.

domingo, 20 de abril de 2014

García Márquez y nosotros

Por Alejandra Rodríguez Ballester

Cuántos, ante la noticia de la muerte de Gabriel García Márquez, habrán de recordar aquellos años remotos en que Cien años de soledad los llevó a conocer la literatura. Buenos Aires era por entonces un faro de la industria editorial en lengua española, y fue un editor argentino, Fernando Porrúa, quien supo valorar el manuscrito de ese colombiano de 39 años que era todavía un desconocido. Corría el año 1967, la apuesta de Sudamericana era fuerte -10.000 ejemplares de tirada- pero el entusiasmo de los lectores superó sus expectativas y la novela se agotó en quince días. Es que los argentinos, maravillados como José Arcadio Buendía con el astrolabio y los mapas de Melquíades, habían descubierto los poderes de este libro que les permitía “navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres espléndidos sin necesidad de abandonar su gabinete”. Con estilo ágil e invención prodigiosa, la novela creó un mundo mítico de personajes excéntricos y entrañables cuyo principal logro fue el de todo gran clásico: seducir por igual a las capas intelectuales y al gran público. El crítico Ángel Rama cifró la clave de tal magnetismo en su narrativa vertiginosa: “Lo que se destaca en esta literatura es el carácter de pequeñas acuñaciones brillantes y sucesivas que se encadenan una tras otra creando la sensación de un salto continuo”. La ardua realidad latinoamericana aparecía allí condensada, denunciada y transmutada en Macondo, por obra de aquello que dio en llamarse “realismo mágico”. Y fue así como Gabriel García Márquez quedó, a los 39 años, a la cabeza del boom de la novela latinoamericana, al frente del grupo formado por Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Alejo Carpentier y Julio Cortázar, que venían haciendo ruido por aquellos años en la región y que con el empuje del colombiano ganaron lectores en Europa y el mundo entero. Eran tiempos de fervor revolucionario: Fidel se afianzaba en Cuba, el Che emprendía su cruzada en Bolivia y la política latinoamericana era un jeroglífico de candente actualidad. La literatura del boom había encontrado una voz nueva para narrar al mundo la realidad de opresión y violencia que había encendido la mecha revolucionaria.

Ecos de Faulkner y de la abuela Iguarán

Cuando Gabriel García Márquez se referí a las raíces de su literatura citaba tanto a escritores –Faulkner, Rulfo, Kafka- como a las narraciones que escuchaba de niño. Nacido en 1928, en Aracataca, Gabito pasó su primera infancia en casa de sus abuelos. Allí escuchó las historias más fabulosas jamás contadas: en boca del coronel, las que tenían relación con la historia y la política de su país, como la feroz matanza de los trabajadores de la compañía bananera, en 1928, -narrada  en Cien años… -; y por parte de su abuela, los relatos de aparecidos y seres sobrenaturales, narrados “como si fuera la cosa más normal del mundo”. La inspiración faulkneriana es evidente en su primera novela, La hojarasca, y en su voluntad de construir un universo de ficción en torno a un pueblo mítico, Macondo, basado en la Aracataca de la niñez. Los ecos de la tragedia griega también se escuchan en su obra: Antígona en La hojarasca, Edipo en Cien años. Pero ese condimento de lo real maravilloso se lo debía en gran parte a las supersticiones de la abuela Iguarán, a los relatos de portentos y premoniciones que aterraron su infancia. Su historia personal y la historia de Colombia se cuelan con distinto peso y densidad en sus obras: así como La Mala hora narra el episodio conocido como la Violencia o el Bogotazo (1948) y El otoño del patriarca alude a las dictaduras de la región, El amor en los tiempos del cólera ficcionaliza la historia de amor de sus propios padres y Cien años de soledad integra tanto la historia familiar como la política colombiana, aunque es leída en clave sudamericana.
Pero antes de ser conocido como escritor, García Márquez había ganado fama periodística.  Cuando abandona la carrera de Derecho para dedicarse a la escritura, publica en El Espectador de Bogotá y luego en El Heraldo de Barranquilla. Para el primero realiza el famoso reportaje a Luis Alejandro Velasco que se conoció después como Relato de un náufrago y que destapó la corrupción que desencadenó el hundimiento del barco de la armada colombiana y la muerte de sus tripulantes. Su amor por el oficio lo llevó a fundar, junto con otros periodistas y escritores, como Tomás Eloy Martínez, la Fundación Nuevo Periodismo, escuela de escritura como pocas en la región.
Como periodista hizo la crónica de la revolución cubana desde La Habana donde inició una amistad personal con Fidel Castro, y tiempo después crearía en Bogotá una rama de Prensa Latina, la agencia de noticias revolucionaria. Supo asumir un rol comprometido y actuó como “embajador” en situaciones difíciles: a pedido de la revolución sandinista intercedió a su favor ante el presidente Carlos Andrés Pérez y, en los 90, actuó como intermediario entre el gobierno y la guerrilla de su país.
Nunca perdió oportunidad de manifestarse por la causa latinoamericana aprovechando la visibilidad que le daba su notoriedad literaria. Lo hizo en 1982, frente al tribunal sueco que le otorgó el Premio Nobel, mientras América latina vivía su hora más negra bajo el yugo de las dictaduras. En su discurso, que rastreaba los gérmenes del “boom” en los relatos alucinados de los cronistas de Indias, recorrió una historia latinoamericana plagada de dislates, dignos de la invención literaria, para terminar reclamando de los europeos una actitud más solidaria con la causa del continente. “¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social?”, se preguntaba, después de denunciar la destitución de gobiernos legítimos, los atropellos a la libertad, las desapariciones y apropiaciones de bebés en la Argentina. Interpelando a su auditorio europeo, le reclamaba hacer real una utopía, “donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.


sábado, 11 de enero de 2014

Spiner / Di Benedetto

Antonio Di Benedetto, un escritor redescubierto por los lenguajes del cine y la historieta

Alejandra Rodríguez Ballester
Uno de los pocos escritores en lengua española del siglo XX con un estilo propio. Así definía Juan José Saer a Antonio Di Benedetto, y se preguntaba por qué el reconocimiento le llegaba tarde y a cuentagotas.  Autor de Zama, su novela más perfecta, en 1956, traducida a varias lenguas y premiada en la Argentina y en el exterior, Di Benedetto condensó en su literatura el conflicto de profundidad filosófica –muy cerca del existencialismo- con un trabajo intenso de renovación de la lengua y de la narrativa. Mientras que algunos de sus cuentos –Mundo animal, El pentágono- abordan lo fantástico y se los consideró emparentados con el objetivismo francés, en Zama, el drama de la espera es individual y existencial, a la vez que traduce de manera trágica el destino sudamericano.
En 1976, el mismo día del golpe, Di Benedetto fue detenido y encarcelado durante un año por la Junta Militar. Durante su cautiverio, a pesar de la censura de sus carceleros que le prohibían escribir ficción, enviaba relatos, camuflados en una letra microscópica, dentro de sus cartas. Uno de esos relatos –luego publicados bajo el título de Absurdos- es Aballay, que acaba de ser llevado al cine por Fernando Spiner y también mereció una versión en historieta, por parte de Cristian Mallea. El cuento original de Di Benedetto, el guión de la película por Spiner, Javier Diment y Santiago Hadida y la versión del relato en cómic acaban de ser publicados por la editorial Adriana Hidalgo bajo el título de Aballay. Según la crítica literaria Jimena Néspolo (Ejercicios de pudor), la experiencia en las cárceles de la dictadura generó en el escritor “una ética de la culpabilidad y del absurdo” que es el corazón de este relato. Porque Aballay es un gaucho místico, un malevo culpable y culposo, que no puede olvidar la mirada de un chico al que le mató al padre en sus andanzas de bandolero. Y después de escuchar el sermón de un cura de pueblo sobre la penitencia de los estilitas, que trepaban a los pilares para estar cerca de Dios y lejos de la tierra donde habían pecado, decide subir a su caballo y no bajar nunca más, para pagar, así, de alguna manera,  su deuda.
“Me impactó mucho cómo en un hombre de hace un siglo y medio impacta un relato bíblico milenario y cómo eso me impacta a mí doscientos años después. Esto  tiene que ver con ese núcleo de la cultura judeocristiana que es la culpa”, cuenta Fernando Spiner,  quien a partir de tomar contacto con este relato decide hacer una película que recién logró concretar luego de veinte años. La espera –tan dibenedettiana, por cierto- y la obsesión con Aballay tuvieron mejor suerte en el caso del film de Spiner, que el intento inconcluso y mítico de Nicolás Sarquis de filmar Zama. Recurrente el interés que despierta Di Benedetto en los cineastas –Juan Villegas estrenó Los suicidas, hace seis años-, algo que Spiner explica por la profundidad del conflicto que vive el personaje y también por las paradojas que el relato construye. Ese gaucho que se condena a vagar excéntricamente sobre su caballo termina por ser considerado un santo.
-          ¿Cómo se transforma un relato tan lacónico y existencialista en un western?
-          Este podría haber sido, también un film al estilo iraní, que va al fondo del personaje solo introduciéndose en su propio universo pero creo que esta potencia se conserva, aun siendo una película de acción y aventuras. El conflicto filosófico tiene una potencia popular mucho más grande. Nuestra jugada más destacable fue recorrer el segundo acto con ese chico al que Aballay le mata al padre, en el rol de vengador. Ese niño, cruzado por la violencia, cuando se decide a llevar adelante su venganza se encuentra con que el asesino es un santo.
-          ¿Qué queda de la palabra de Di Benedetto en la película?
-          Mucho. El duelo final es textual. Y hay escenas, como el diálogo con el cura sobre los estilitas o el delirio místico de Aballay, que están muy cerca del cuento. Pero el guión construye otro mundo, aunque el corazón del relato de Di Benedetto está en la película.
El libro publicado por Adriana Hidalgo –una editorial que tiene como proyecto la reedición de toda la obra de Di Benedetto-  narra también las circunstancias de la filmación en Amaicha del Valle e incluye la historieta de Mallea con guión de Spiner, Diment y Hadida. Esta historieta tuvo un rol importante en los intentos de encontrar productor para el film. Fue la base de un “animatic” que puede verse en you tube, y en el que Spiner volcó todo el trabajo de exploración realizado para el film. Distintos lenguajes para acercarse a la obra de un escritor que estuvo muy cerca del cine desde su trabajo periodístico como crítico del diario Los Andes y que pueden llevar a redescubrir la literatura sutil y poderosa de uno de los más grandes escritores argentinos.  
                                                                                                    (Nunca publicada en el diario Clarín)

FICHA DEL LIBRO
Aballay
Antonio Di Benedetto
Incluye el guion cinematográfico de Fernando Spiner y la historieta deCristian Mallea.
Adriana Hidalgo
158 págs.
(
Historias de poliladron - Entrevista a Lila Caimari 
publicada en revista Ñ el 6/8/12

Por Alejandra Rodríguez Ballester

Fruto de cierto tabú, los archivos policiales fueron, durante años, catacumbas a las que no osaban descender historiadores ni cientistas sociales que, temerosos del contacto con una institución “impura”, la relegaban como objeto de estudio. Con ánimo desprejuiciado y consciente del valor documental de esos archivos, la historiadora argentina Lila Caimari se internó en sus profundidades con la sagacidad y la determinación de la joven detective de El silencio de los inocentes, que fue capaz de vencer la resistencia de Hannibal the Cannibal y salir airosa de su empresa. Orientada por las reflexiones sobre territorio y población del último Foucault -quien llama la atención sobre el rol de la policía en el “gobierno de los hombres y las cosas”, y sobre su relación con el control del espacio y la circulación- Caimari subraya que el estudio de la policía implica reconocer técnicas de intervención en el espacio urbano y está imbricado fuertemente con la historia de la ciudad. En un cruce entre periodismo, literatura y transformación urbana, Caimari se interroga tanto por las representaciones de la policía de esa época como por sus prácticas, en un enfoque orientado por la historia cultural. Es por este motivo que “Mientras la ciudad duerme. Pistoleros, policías y periodistas en Buenos Aires, 1920-1945” puede ser leído como un nuevo aporte a la historia de la modernización de Buenos Aires en las primeras décadas del siglo, pero también como una narración apasionante acerca del “nuevo crimen” a punta de pistola, que la prensa de la época relata con ribetes hollywoodenses, y también como una arqueología que reconstruye la constitución de un orden callejero y barrial a partir del accionar “pastoral” de la policía.  Todo esto condimentado por hallazgos de archivo que incluyen desde melodramas hasta radioteatros escritos por comisarios, que lograron “ratings” de audiencias sostenidos por décadas.
En una entrevista que comenzó en el posgrado de la Universidad de San Andrés y siguió en la mesa de un bar, Lila Caimari expuso hallazgos e ideas que fueron surgiendo en años de investigaciones, por caminos diversos que encontraron, en un momento, su lugar de encastre en el puzzle de la historia. “Uno puede construir una voz para hablar del pasado”, afirma Caimari, que manifiesta su deliberado manejo de los resortes discursivos cuando se le señala la fuerte impronta narrativa de sus textos. “Soy sobre todo una historiadora cultural”, se define. “Tengo un diálogo muy fluido con colegas antropólogos, etnógrafos y sociólogos que estudian a la policía desde otras ópticas, pero lo mío son estas mezclas que hago, en un cruce fuerte con la historia cultural”.
- ¿Cuáles son las preguntas iniciales que te guiaron en tu estudio del delito y la policía en la Buenos Aires de entreguerras?
- Yo venía haciendo historia del delito previamente y, en un momento, encuentro que en este período hay transformaciones que, vistas en conjunto, dibujan un momento de cambio relacionado con la modernización del escenario urbano. Desde la historia del delito y la policía es una etapa en la que la modernización técnica y material introduce transformaciones absolutamente cruciales. Por un lado, las prácticas del mundo delictivo y el nuevo fenómeno del pistolerismo. Me interesa el delito vinculado a la modernización y al consumo, un delito de época, vinculado a fantasías de ascenso social. La versión del asaltante motorizado que rompe códigos. Los pistoleros hacen una apropiación insolente del automóvil, que es el objeto fetiche de la sociedad de los años 20. Y desde el punto de vista de la policía, también hay una incorporación de una serie de tecnologías que permiten monitorear el espacio urbano. La policía por primera vez en estos años comienza a imaginar que su misión coincide con el perímetro de la ciudad de Buenos Aires. Y esa transformación es defensiva: la vigilancia y el mantenimiento del orden puertas adentro pero también una definición de ese orden que se formula por oposición al desorden puertas afuera, el Gran Buenos Aires como latencia de ilegalidad, una noción tan naturalizada que, sin embargo, no existió siempre. Me interesa mostrar en qué momentos aparece y vinculada a qué figuras y discursos.
-         ¿Ese era el espacio al que aludía, en relación con un tiempo pasado, el arrabal borgiano?
-         El del Borges es el arrabal incrustado en ciertos barrios que son porteños, él mira hacia atrás, hacia un pasado vinculado al cuchillo.  A mí me interesa un momento en que la figura delictiva dominante está vinculada a modelos de masculinidad más tecnologizada, al automóvil, que aporta movilidad. Es una geografía del delito mucho más difusa. Cambian los lugares de la amenaza. Empecé interesándome en esta transformación a la luz de una bibliografía que habla de la modernización de Buenos Aires y de la cultura, que tiende a ser optimista en relación al cambio. Me interesaba mostrar una dimensión menos conocida. Y esa pregunta me llevó a inspeccionar el archivo policial.
-         ¿Qué nuevas perspectivas te dio ese contacto con el archivo policial?
-         Los archivos policiales dicen mucho sobre la historia de la ciudad, de la sociedad. ¡Son un viaje de ida! Hablan del delito y de la policía pero sobre todo, hablan de la ciudad. Me dí cuenta de que los podía explotar en direcciones que no había previsto. Podía entender cómo se instalaban lógicas territoriales. La policía funciona con esas lógicas y por lo tanto produce discursos sobre la calle, sobre la topología urbana.
-         En tu libro señalás que hubo una relación estrecha entre esa policía barrial y la cultura popular. ¿En qué consiste ese nexo?
-         Es un vínculo muy fuerte. Tiene que ver con la práctica policial callejera y con el origen social de la tropa. La policía está en contacto con una cantidad de fenómenos y prácticas populares. La idea de que la policía persigue  delincuentes es una idea moderna pero detrás de esta definición hay una enorme dispersión de las prácticas. Una de sus tareas principales tiene que ver con la vigilancia de las costumbres, el rol tradicional de resguardo del orden.
-         El vigilante de la esquina…
-         Sí, es una figura que tiene apoyatura histórica, el policía humano, vinculado al orden barrial, que hoy se recuerda de manera nostálgica como parte de una era dorada. Hay una diseminación en la ciudad de policías que observan, vigilan y conviven con toda clase de prácticas populares, desde el baile de fin de semana, hasta  el fútbol, el tango, la quiniela, la prostitución, etc. El vínculo de vigilancia con esas prácticas se dibuja en una frontera gris, hecha de coerción pero también de negociación y corrupción. Ahora, cuando voy al archivo me encuentro con miles de revistas policiales, revistas empapadas de la cultura popular. Imágenes, referencias al tango, a la milonga, a la farándula cinematográfica… Son revistas de entretenimiento de la tropa, más desacartonadas, que conviven con las revistas oficiales, más serias. Una de ellas duró un cuarto de siglo, Magazín policial, que después cambió el nombre a Radiópolis porque pasó a promover un radioteatro que escribía un comisario. Y otra cuestión tiene que ver con la masculinidad policial, es el cultivo de la distinción rea. El policía exhibe el conocimiento del mundo popular, la experiencia de la calle. Los policías hacían glosarios de lunfardo para conocer la jerga gremial de los delincuentes, el conocimiento de esos términos del bajo fondo forma parte de las credenciales de distinción rea puertas adentro. Ese es un tema en el que estoy trabajando ahora. Hay una apropiación selectiva de la cultura popular que muta de sentido al ser reapropiada.
-         ¿Cómo se da la relación de la policía con el periodismo?
-         Es una relación compleja, hay pactos y también mucha competencia.
-         Vos marcabas que hay un relato de la policía que se filtra a través de la prensa.
-         Sí, exactamente. En un principio, por influencia de la crítica literaria, miraba más la transformación que los grandes periodistas o escritores hacían del relato policial. Pero a mí me interesa más el periodista promedio. En esa cosa más de rutina, siguiendo la “mostacilla” cotidiana, del pequeño delito, cotejando esto con los archivos policiales, lo que encuentro es que hay elementos importantes de las versiones policiales que pasan a la prensa con pocos cambios. En ese sentido, mi impresión es que la policía de la Capital fue exitosa en su relación con la prensa porque gran parte de su punto de vista pasa a los grandes diarios.
-         ¿En torno a qué temas se ve ese punto de vista?
-         Por ejemplo, en la noción de que la policía de la capital tiene derecho a intervenir por fuera de su jurisdicción legal. La policía primero y luego los diarios naturalizan una esfera de intervención que es casi nacional pero que, como mínimo, abarca el Gran Buenos Aires. Las noticias que informan que la policía va acá o allá, se cuentan sin ningún comentario sobre la transgresión flagrante que esto significa. Esto prepara la federalización de la policía que sigue teniendo un punto de vista archiporteño. La noción de una amenaza que está en las afueras, está vinculada a cierto orden de noticias. La Buenos Aires babélica de 1900 ya es inaceptable en 1930, los garitos abiertos, los burdeles ya no están en la capital. Se desplazan al Gran Buenos Aires. Y encuentro que esto se vincula con la organización del entretenimiento, con la noción del suburbio como un lugar de ocio, que alberga desde el picnic de fin de semana, el aire libre, a una cantidad de prácticas ilegales. Hay un mercado de apuestas clandestinas importante por estar pegado a la ciudad más próspera: los clientes van y vienen en sus nuevos autos. Se mueve muchísimo dinero.
-         ¿Cuál es la influencia del cine en la representación de la nueva delincuencia?
-         La mundialización de ciertas figuras delictivas a través del cine de Hollywood, como la figura del gangster, proyecta sobre personajes locales atributos que están estilizados en el cine. El cine también es un berretín de época, es imposible hablar de los años 30 sin mencionar la pasión por el cine sonoro. Y la figura del pistolero tiene fuertes connotaciones cinematográficas, en una nueva manera de describir al delincuente y de narrar el delito. Aquí sí me refiero a la creatividad periodística. Por oposición a las crónicas de principios de siglo, más ligadas a la literatura naturalista con muchas resonancias médicas, en los ‘30 encuentro un lenguaje mucho más conectado con el mundo del espectáculo que con el mundo de la ciencia o la literatura. Hay una práctica delictiva, la de los pistoleros, que se adapta muy bien a estos lenguajes y por eso es muy de época.
-         ¿Qué diferencia nuestro presente de la época que retrata tu libro?

-         Aquellas visiones presentaban al delito como fruto de la sociedad que lo producía, pero esto no amenazaba su optimismo con respecto al futuro. Hoy los pedidos de justicia están formados por un imaginario más escéptico. Se pide justicia con más pasión que nunca pero se cree en ella menos que nunca.

Una distopía colectiva (sobre "El año del desierto" de Pedro Mairal)

Una distopía colectiva
POR ALEJANDRA RODRÍGUEZ BALLESTER


La imagen regresiva, de una sociedad que debe vivir de sus propios desechos, el retroceso que significó el quiebre de 2001/2002, que en pocos meses barrió puestos de trabajo y mostró cuán endebles eran las bases de muchos proyectos de futuro, aparecen reflejados y transmutados –como sucede en la mejor ficción– en la distopía de Pedro Mairal, “El año del desierto”, publicada en 2005. La novela comienza en los primeros días de enero, en los que ya son visibles las primeras señales de la “intemperie” que avanza desde la provincia y hunde cada nueva zona en el deterioro. María, la protagonista, decide mudarse desde Beccar al centro para huir de esa amenaza, mientras a su alrededor proliferan señales de  precariedad: las máquinas de escribir reemplazan a las computadoras, los canales de aire al cable y las góndolas ofrecen marcas desconocidas como Teem o Crush. En una ciudad de manzanas amuralladas, departamentos hacinados y casillas que se amontonan en las calles en un clima de violencia desatada, Mairal crea un condensado de significantes sociales contemporáneos: los sin techo, los ocupas, la obsesión por la seguridad, que se enlazan con dicotomías políticas, como el enfrentamiento entre capital y provincia, entre civilización y barbarie. A la disolución social se le suma la disgregación de la Nación y a medida que avanza el relato, esta distopía retrospectiva pasa por los tiempos de la inmigración –ahora hay un Hotel de Emigrantes– y se interna en las luchas de caudillos para llegar a la frontera, a los malones y al salvajismo absoluto. Hasta la lengua se desintegra, en un argot ininteligible. Y María es la cautiva, y el matadero es la empresa en la que trabajaba, donde ahora se faena carne humana. Con el riesgo de la alegoría pisándole los talones, la novela de Mairal es “la” novela de la crisis colectiva de 2001, aligerada por su humor irónico y por el ritmo de una narración que no se detiene.


Publicado en Ñ, 16/12/11