domingo, 20 de abril de 2014

García Márquez y nosotros

Por Alejandra Rodríguez Ballester

Cuántos, ante la noticia de la muerte de Gabriel García Márquez, habrán de recordar aquellos años remotos en que Cien años de soledad los llevó a conocer la literatura. Buenos Aires era por entonces un faro de la industria editorial en lengua española, y fue un editor argentino, Fernando Porrúa, quien supo valorar el manuscrito de ese colombiano de 39 años que era todavía un desconocido. Corría el año 1967, la apuesta de Sudamericana era fuerte -10.000 ejemplares de tirada- pero el entusiasmo de los lectores superó sus expectativas y la novela se agotó en quince días. Es que los argentinos, maravillados como José Arcadio Buendía con el astrolabio y los mapas de Melquíades, habían descubierto los poderes de este libro que les permitía “navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres espléndidos sin necesidad de abandonar su gabinete”. Con estilo ágil e invención prodigiosa, la novela creó un mundo mítico de personajes excéntricos y entrañables cuyo principal logro fue el de todo gran clásico: seducir por igual a las capas intelectuales y al gran público. El crítico Ángel Rama cifró la clave de tal magnetismo en su narrativa vertiginosa: “Lo que se destaca en esta literatura es el carácter de pequeñas acuñaciones brillantes y sucesivas que se encadenan una tras otra creando la sensación de un salto continuo”. La ardua realidad latinoamericana aparecía allí condensada, denunciada y transmutada en Macondo, por obra de aquello que dio en llamarse “realismo mágico”. Y fue así como Gabriel García Márquez quedó, a los 39 años, a la cabeza del boom de la novela latinoamericana, al frente del grupo formado por Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Alejo Carpentier y Julio Cortázar, que venían haciendo ruido por aquellos años en la región y que con el empuje del colombiano ganaron lectores en Europa y el mundo entero. Eran tiempos de fervor revolucionario: Fidel se afianzaba en Cuba, el Che emprendía su cruzada en Bolivia y la política latinoamericana era un jeroglífico de candente actualidad. La literatura del boom había encontrado una voz nueva para narrar al mundo la realidad de opresión y violencia que había encendido la mecha revolucionaria.

Ecos de Faulkner y de la abuela Iguarán

Cuando Gabriel García Márquez se referí a las raíces de su literatura citaba tanto a escritores –Faulkner, Rulfo, Kafka- como a las narraciones que escuchaba de niño. Nacido en 1928, en Aracataca, Gabito pasó su primera infancia en casa de sus abuelos. Allí escuchó las historias más fabulosas jamás contadas: en boca del coronel, las que tenían relación con la historia y la política de su país, como la feroz matanza de los trabajadores de la compañía bananera, en 1928, -narrada  en Cien años… -; y por parte de su abuela, los relatos de aparecidos y seres sobrenaturales, narrados “como si fuera la cosa más normal del mundo”. La inspiración faulkneriana es evidente en su primera novela, La hojarasca, y en su voluntad de construir un universo de ficción en torno a un pueblo mítico, Macondo, basado en la Aracataca de la niñez. Los ecos de la tragedia griega también se escuchan en su obra: Antígona en La hojarasca, Edipo en Cien años. Pero ese condimento de lo real maravilloso se lo debía en gran parte a las supersticiones de la abuela Iguarán, a los relatos de portentos y premoniciones que aterraron su infancia. Su historia personal y la historia de Colombia se cuelan con distinto peso y densidad en sus obras: así como La Mala hora narra el episodio conocido como la Violencia o el Bogotazo (1948) y El otoño del patriarca alude a las dictaduras de la región, El amor en los tiempos del cólera ficcionaliza la historia de amor de sus propios padres y Cien años de soledad integra tanto la historia familiar como la política colombiana, aunque es leída en clave sudamericana.
Pero antes de ser conocido como escritor, García Márquez había ganado fama periodística.  Cuando abandona la carrera de Derecho para dedicarse a la escritura, publica en El Espectador de Bogotá y luego en El Heraldo de Barranquilla. Para el primero realiza el famoso reportaje a Luis Alejandro Velasco que se conoció después como Relato de un náufrago y que destapó la corrupción que desencadenó el hundimiento del barco de la armada colombiana y la muerte de sus tripulantes. Su amor por el oficio lo llevó a fundar, junto con otros periodistas y escritores, como Tomás Eloy Martínez, la Fundación Nuevo Periodismo, escuela de escritura como pocas en la región.
Como periodista hizo la crónica de la revolución cubana desde La Habana donde inició una amistad personal con Fidel Castro, y tiempo después crearía en Bogotá una rama de Prensa Latina, la agencia de noticias revolucionaria. Supo asumir un rol comprometido y actuó como “embajador” en situaciones difíciles: a pedido de la revolución sandinista intercedió a su favor ante el presidente Carlos Andrés Pérez y, en los 90, actuó como intermediario entre el gobierno y la guerrilla de su país.
Nunca perdió oportunidad de manifestarse por la causa latinoamericana aprovechando la visibilidad que le daba su notoriedad literaria. Lo hizo en 1982, frente al tribunal sueco que le otorgó el Premio Nobel, mientras América latina vivía su hora más negra bajo el yugo de las dictaduras. En su discurso, que rastreaba los gérmenes del “boom” en los relatos alucinados de los cronistas de Indias, recorrió una historia latinoamericana plagada de dislates, dignos de la invención literaria, para terminar reclamando de los europeos una actitud más solidaria con la causa del continente. “¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social?”, se preguntaba, después de denunciar la destitución de gobiernos legítimos, los atropellos a la libertad, las desapariciones y apropiaciones de bebés en la Argentina. Interpelando a su auditorio europeo, le reclamaba hacer real una utopía, “donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.


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