Seca, contundente, como el golpe certero del matarife que
aturde a los animales, “De ganados y de hombres”, la novela de la joven
escritora brasileña Ana Paula Maia, ingresa en un territorio áspero y brutal que
la cultura contemporánea prefiere ignorar, el bajofondo del fast food y la
cuota Hilton, la trastienda bárbara de nuestra civilización, el matadero. Un
universo estrictamente masculino, habitado por personajes lacónicos cuyas
trayectorias se asemejan a prontuarios. Allí, los trabajadores ostentan
habilidades precisas y primitivas: degollar, apalear, cazar y descuartizar. Son
seres rústicos, en una frontera casi indiscernible con el animal al que deben
sacrificar.
El argumento de la novela es mínimo. Pequeños conflictos
pueden desatar enormes tragedias que, sin embargo, pasan al olvido en un lugar
donde la muerte es cotidiana. El dueño del matadero, Don MiIo, pide a Edgar
Wilson que deje por un momento su rol de “aturdidor” para ir a cobrar una
factura al frigorífico donde se elaboran hamburguesas. La tarea de Edgar
consiste en pegar con una maza en la cabeza de las vacas que así quedan
desmayadas y listas para ser degolladas. Edgar desempeña su rol de verdugo de
manera “piadosa” y se resiste a dejar en su lugar a Zeca, un “loquito” que
disfruta al hacer sufrir. La visita a la fábrica es un descubrimiento para
Wilson, como la hamburguesa misma, que come por primera vez: “Así, redonda y
bien condimentada, no parece que haya sido una vaca. Nada deja vislumbrar el
horror desmedido detrás de algo tan delicado y sabroso.” Al volver, descubrirá que el “loquito” se ha
excedido en su tarea sanguinaria. Por la noche, se deshace de Zeca con su maza
de aturdido. Sólo el patrón, Don Milo, registra esa muerte pero deja pasar el
incidente con tal de no perder a su mejor empleado.
La desaparición sucesiva del ganado pone en guardia a los
hombres del matadero. Se suceden las hipótesis y las pesquisas. Es un depredador.
Quizá sean ladrones de ganado. Las excursiones en busca de los animales
perdidos los llevan a descubrir lo que parece un suicidio masivo. “Se
acostumbraron a nosotros”, intenta explicar Edgar.
El planteo filosófico –desde Derrida a Peter Singer y
Giorgio Agamben – que cuestiona las jerarquías humano/ no humano, y la
violencia contra los animales, considerados “vivientes”, es un intertexto
pertinente para leer la novela de Maia que resulta, en ese sentido, muy
contemporánea.
Lo ambiguo del límite entre hombres y animales se enfatiza
en las descripciones de los personajes: “sus ojos de pejerrey muerto se le
ponen más zonzos…son negros y relucen como los ojos de los rumiantes”. La
barbarización de los hombres y la conducta casi humana del ganado, no solo
cuestionan la oposición entre civilización y barbarie, sino que denuncia la
falacia del modo de producción capitalista que esconde, lejos de la vista, su
trastienda del horror. Como sostiene Gabriel Giorgi en Formas comunes, “se escenifica el “hacer vivir” y el “hacer morir”
del capital”, las vidas a proteger y las vidas que son empujadas hacia la
muerte. En esta contigüidad entre animales sacrificados y trabajadores explotados,
no sólo se denuncia el sacrificio de los primeros sino que estos representan
metonímicamente, a los segundos. Todos pertenecen a ese orden de las vidas a
descartar.