domingo, 7 de febrero de 2016

La violencia de la muerte como oficio- Sobre "De ganados y de hombres" de Ana Paula Maia

Seca, contundente, como el golpe certero del matarife que aturde a los animales, “De ganados y de hombres”, la novela de la joven escritora brasileña Ana Paula Maia, ingresa en un territorio áspero y brutal que la cultura contemporánea prefiere ignorar, el bajofondo del fast food y la cuota Hilton, la trastienda bárbara de nuestra civilización, el matadero. Un universo estrictamente masculino, habitado por personajes lacónicos cuyas trayectorias se asemejan a prontuarios. Allí, los trabajadores ostentan habilidades precisas y primitivas: degollar, apalear, cazar y descuartizar. Son seres rústicos, en una frontera casi indiscernible con el animal al que deben sacrificar.
El argumento de la novela es mínimo. Pequeños conflictos pueden desatar enormes tragedias que, sin embargo, pasan al olvido en un lugar donde la muerte es cotidiana. El dueño del matadero, Don MiIo, pide a Edgar Wilson que deje por un momento su rol de “aturdidor” para ir a cobrar una factura al frigorífico donde se elaboran hamburguesas. La tarea de Edgar consiste en pegar con una maza en la cabeza de las vacas que así quedan desmayadas y listas para ser degolladas. Edgar desempeña su rol de verdugo de manera “piadosa” y se resiste a dejar en su lugar a Zeca, un “loquito” que disfruta al hacer sufrir. La visita a la fábrica es un descubrimiento para Wilson, como la hamburguesa misma, que come por primera vez: “Así, redonda y bien condimentada, no parece que haya sido una vaca. Nada deja vislumbrar el horror desmedido detrás de algo tan delicado y sabroso.”  Al volver, descubrirá que el “loquito” se ha excedido en su tarea sanguinaria. Por la noche, se deshace de Zeca con su maza de aturdido. Sólo el patrón, Don Milo, registra esa muerte pero deja pasar el incidente con tal de no perder a su mejor empleado.
La desaparición sucesiva del ganado pone en guardia a los hombres del matadero. Se suceden las hipótesis y las pesquisas. Es un depredador. Quizá sean ladrones de ganado. Las excursiones en busca de los animales perdidos los llevan a descubrir lo que parece un suicidio masivo. “Se acostumbraron a nosotros”, intenta explicar Edgar.
El planteo filosófico –desde Derrida a Peter Singer y Giorgio Agamben – que cuestiona las jerarquías humano/ no humano, y la violencia contra los animales, considerados “vivientes”, es un intertexto pertinente para leer la novela de Maia que resulta, en ese sentido, muy contemporánea.
Lo ambiguo del límite entre hombres y animales se enfatiza en las descripciones de los personajes: “sus ojos de pejerrey muerto se le ponen más zonzos…son negros y relucen como los ojos de los rumiantes”. La barbarización de los hombres y la conducta casi humana del ganado, no solo cuestionan la oposición entre civilización y barbarie, sino que denuncia la falacia del modo de producción capitalista que esconde, lejos de la vista, su trastienda del horror. Como sostiene Gabriel Giorgi en Formas comunes, “se escenifica el “hacer vivir” y el “hacer morir” del capital”, las vidas a proteger y las vidas que son empujadas hacia la muerte. En esta contigüidad entre animales sacrificados y trabajadores explotados, no sólo se denuncia el sacrificio de los primeros sino que estos representan metonímicamente, a los segundos. Todos pertenecen a ese orden de las vidas a descartar.

Alejandra Rodríguez Ballester


 Reseña publicada en la revista Ñ.

Crónica de París bajo la ocupación nazi

Reseña de Dora Bruder y La calle de las tiendas oscuras de Patrick Modiano

Una nota en un viejo diario de 1941 en la que se anuncia la búsqueda de una adolescente desaparecida en París durante la ocupación nazi es el indicio que desencadena la narración en “Dora Bruder”, un breve relato, más cerca de la crónica que de la novela, del premio Nobel de Literatura, Patrick Modiano. La descripción detallada de la chica de 15 años, su estatura, su ropa, y la dirección de sus padres en un bulevar parisino, pone en movimiento una escritura que avanza en la forma de una investigación, una pesquisa que se desenvuelve tanto en las calles de París como en archivos documentales pero, sobre todo, en la memoria personal del narrador. Establecer correspondencias, por tenues que sean, entre el pasado personal y los ínfimos retazos de vida de esa adolescente que terminó en las cámaras de gas de Auschwitz, es el trabajo de esa búsqueda insistente, que logra así dar espesor y vida al destino trágico de Dora y de tantas como ella. “Lleva tiempo conseguir que salga a la luz lo que ha sido borrado”, susurra Modiano, que en sus relatos ha acometido obsesivamente la tarea de desenterrar ese pasado oscuro de la Francia ocupada, la persecución a los judíos franceses por parte de sus propios connacionales y el colaboracionismo puesto en evidencia en toda su complejidad en el guión de una película como Lacombe, Lucien, de Louis Malle. Con paciencia de arqueólogo, reconstruye la vida humilde de los padres de Dora, judío austríaco, enrolado en la Legión Extranjera y herido de guerra, él; húngara, ella; que internan a su hija en un colegio católico porque no pueden mantenerla o porque consideran que así logrará estar a salvo de las requisitorias nazis. Pero Dora es rebelde, se escapa una y otra vez. Es imposible saber en qué medida los esfuerzos de sus padres por encontrarla incidieron en su deportación.
Pero es París, la gran ciudad testigo del tiempo, la verdadera protagonista de este relato. La descripción de las calles y cafés parisinos, en la agitación de la vida cotidiana, se ve de pronto atravesada por la densidad de los hechos del pasado que, como capas geológicas, están allí, presentes, de manera inquietante. “Algunas noches la ciudad de ayer se me aparece con reflejos furtivos detrás de la de hoy”, escribe. La actividad del novelista, además de “dar fe” de esas existencias segadas por el nazismo, se presenta como un medio privilegiado para llegar a captar, al menos, “un vago reflejo de la realidad”.
El tema de su propio padre, recurrente en la narrativa de Modiano, reaparece en esta crónica de manera fragmentaria. Detenido durante la ocupación, ese episodio es una referencia para tratar buscar sutiles puntos de contacto con Dora -¿era ella la muchacha que iba en el coche celular, entre muchos otros, junto con el padre detenido?-, una búsqueda circular por medio de la cual la historia lo interpela en lo más íntimo. “Quizás soy yo quien ha querido que mi padre y ella se cruzasen en ese invierno de 1942. Por muy diferentes que fuesen, habían sido catalogados en la misma categoría de réprobos.”
Magros son los resultados de la investigación sobre Dora Bruder, pero las fotos recopiladas, los datos sobre el destino de Dora y su padre camino a Auschwitz, una carta conmovedora de otro deportado en la misma fecha que ella, logran el objetivo de sacar su existencia del anonimato y  adoptar esa experiencia traumática como propia. No obstante, podemos preguntarnos si es suficiente, sobre todo en un texto anfibio entre la novela y la crónica.

Los temas y procedimientos puestos en juego por Modiano en este relato pueden reconocerse, también, en sus ficciones,  el trauma del nazismo y el tema de la identidad toman formas diversas pero allí están. En “La calle de las tiendas oscuras”, por ejemplo, ganadora del premio Goncourt en 1978 y reeditada este año, la investigación obsesiva por distintos rincones de París es encarada por un detective privado que sufre de amnesia. La situación, de una ironía digna de Bustos Domecq pero sin el menor rastro de humor, orienta una búsqueda por archivos y rincones de París que responde a la angustia por develar la propia historia; aquí, la identificación con las vidas ajenas es llevada al extremo de no saber si esa vida es efectivamente la propia, si la figura de la foto es uno mismo. El espacio se carga de dramatismo y oscuridad, cada nuevo lugar en el que ha sucedido una escena del pasado lleva la carga potencial de un crimen. Y París se cubre de sombras de un tiempo ominoso. En La calle… los oscuros personajes de otro tiempo permanecen agazapados en algún sitio y sus voces todavía resuenan en el teléfono, así como en Dora Bruder el padre teme haber visto, años después de la ocupación, al comisario Schweblin, responsable de la detención de judíos.  
Publicada en francés en 1999, Dora Bruder nos llega quizás a destiempo a los argentinos que no podemos más que confrontar este texto con la diversidad de relatos locales sobre los desaparecidos, en particular aquellos escritos por los hijos. Frente a la frescura o la irreverencia de  voces como las de Félix Bruzzone o Laura Alcoba, cuesta sentir el pathos de Modiano como actual, más allá de los méritos evidentes del rescate de esa figura anónima con toda la maestría de su escritura. En todo caso, se esperan urgentemente en las librerías la reedición de las restantes novelas del Nobel, tan difíciles de encontrar.

Alejandra Rodríguez Ballester
Reseña publicada en la revista Ñ el 27/12/2014


Largas cartas desde París

Reseña de "El azul de las abejas" (Edhasa) de Laura Alcoba

Con la originalidad de la infancia para plantear siempre un punto de vista descentrado, Laura Alcoba narra, en El azul de las abejas , la experiencia del exilio. Una experiencia particular, con el sello que imprime al relato de los 70 la mirada nueva de la generación de los hijos.
“Mi viaje comenzó en alguna parte detrás de mi nariz”, es la frase que inaugura la novela, y que condensa esa experiencia como una travesía al encuentro de otra lengua.
Sin nostalgia por lo que se deja atrás –quizá porque lo que se abandona es sobrecogedor– y más allá del dolor –pudorosamente elidido–, la novela narra el descubrimiento de un nuevo territorio cuya clave secreta es esa lengua desconocida, extraña y seductora “que deja caer los sonidos y a la vez los retiene, como si en el fondo no estuviera muy segura de querer liberarlos”.
No casualmente, esa será la lengua literaria adoptada por la autora: El azul de las abejas fue escrito en francés como las anteriores novelas de Laura Alcoba y fue traducida al castellano por Leopoldo Brizuela (a la vez, Alcoba es la traductora de Brizuela al francés). Y si el tema del exilio tiene raíz profundamente argentina, ese camino a través de dos lenguas ubica a Alcoba junto a los escritores extraterritoriales a los que se refería George Steiner, que producen literaturas fuera de lo nacional, literaturas menores en relación con esa lengua mayor en la que escriben.
“Progresivamente, todo acto de comunicación humana se convierte en traducción”, señalaba Steiner, y en esta novela, son múltiples los caminos de la traducción.
La historia del trauma, el desgarro del exilio sería la “historia segunda”, que emerge cada tanto en la narración de la iniciación y el descubrimiento.
El azul de las abejas sigue la línea argumental de La casa de los conejos , la primera novela de Alcoba, que relata la vida de una nena en la clandestinidad de los padres guerrilleros, un punto de vista infantil que se convierte en la crítica más punzante e imprevista de la experiencia setentista.
En El azul de las abejas , las visitas al padre que está en la cárcel serán reemplazadas, luego de la partida a Francia, por el intercambio epistolar. Y por la lectura. “Como mi padre sabe que a mí me gusta mucho leer, pensó que podíamos leer ciertos libros los dos al mismo tiempo.” Ella lo hará en francés y él en castellano. Entre los libros propios o los que le prestan otros presos, el padre encuentra el ensayo La vida de las abejas , de Maurice Maeterlinck, y ambos se embarcan en esa lectura/traducción compartida que, por momentos, logra eclipsar el fantasma ominoso de la prisión.
La dura condición del refugiado emerge en los detalles en los que se detiene la mirada infantil. El barrio al que van a vivir no tiene el glamour del París de los libros de idiomas, la ropa de segunda mano con la que debe vestirse la hace sentir extraña o un poco ridícula. Con una escritura mesurada, que domina las sutilezas de la alusión, Laura Alcoba transita el dolor y las heridas del pasado pero también la vitalidad del presente, la urgencia por decodificar modales, costumbres, códigos, por dominar la lengua, que absorbe a la protagonista.
Dominar esa lengua al punto de que es posible pensar en ella y traducirla, traducir al padre los libros nuevos, descubiertos en ese idioma recién aprendido.

Alejandra Rodríguez Ballester. Reseña publicada en la revista Ñ, 3/11/14

“El idioma francés me permitió salir del silencio argentino ”

laura alcoba
Laura Alcoba. Foto: Daniel Rodríguez

Es argentina pero escribe en francés, la lengua que aprendió a los 10 años para viajar a Francia a reunirse con su madre exiliada, mientras su padre permanecía en el país, preso bajo la dictadura. Desde su primera novela, La casa de los conejos, Laura Alcoba representa una voz peculiar que, al narrar la infancia en el contexto de la clandestinidad y la lucha armada aporta una nueva perspectiva sobre los sucesos de los 70, la de quienes entonces eran demasiado pequeños para tener voz. Así se suma a una generación de escritores hijos de militantes, como Félix Bruzzone o Raquel Robles, que aportan una mirada nueva desde su experiencia y su sensibilidad.
En El azul de las abejas, Alcoba, que vive en Francia y es traductora y editora de la prestigiosa editorial Seuil, narra el exilio como el encuentro misterioso y seductor con la lengua francesa. Y, sobre todo, el encuentro con la literatura a través de la relación epistolar con su padre en la cárcel, quien le había propuesto un juego: que leyeran ambos el mismo libro, ella en francés, él en castellano. Así, a través de esa correspondencia pautada por la censura carcelaria, se mantiene una conversación sobre libros que resulta fundante para la escritora. En la entrevista mantenida en Buenos Aires a propósito de la publicación de este nuevo libro se refirió a los detalles biográficos que lo sustentan y al misterio de que, siendo argentina y tocando temas tan argentinos, persista en su elección de escribir en francés.
-      _    Así como La casa de los conejos  muestra una visión distinta sobre la militancia de los 70, en El azul de las abejas, que narra el exilio, aparece una mirada muy poco nostálgica, más tendida hacia el futuro que hacia el pasado.
-          Sí, plenamente, porque es a la vez la historia de un desarraigo y de un nuevo arraigo.
-       _   ¿Esto responde a una elaboración literaria o fue así tu vivencia de niña?
-          Ambas cosas, ambas novelas trabajan un material autobiográfico pero no tienen un objetivo autobiográfico. Es la experiencia de una niña que llega a esa situación sin haberla elegido,  algo que estaba también en La casa de los conejos, no se trataba de hablar de una militancia que no era la mía pero estaba ahí. Es una historia que no decidiste, que no controlás, pero estás adentro plenamente, aun más porque sos un niño. Y al mismo tiempo, la necesidad de encontrar un lugar, encontrar una voz, un nuevo idioma.
-     _     ¿Cuál fue el disparador de esta “parte dos”?
-          El libro salió de una caja que trasladé conmigo durante años y que no había vuelto a abrir. Allí estaban las cartas que mi padre me mandó cuando estaba en la cárcel. Fue un viaje en el tiempo para mí clasificar esas cartas que no había vuelto a leer desde el 79. Es una correspondencia muy extraña porque nunca se habla de la cárcel, se habla de libros. Fue la manera en que mi padre logró ser mi padre durante ese tiempo, transmitirme algo muy fuerte. Recién la abrí después de una entrevista con un periodista francés que me preguntaba de dónde venía mi amor por los libros.
-     _     Así como se habla de lengua materna, la literatura parece tener, para vos, una genealogía paterna.  
-          Entré en la lectura en ese momento, claramente, para que existiera esa relación con mi padre, porque él me daba deberes de lectura, ¡delirantes! En eso era entrañable. A veces hay cosas que uno no entiende nada o muy poco y, a pesar de eso, te dejan una huella, te cambian. Él me propone leer un libro de Maeterlink, un ensayo sobre apicultura con pretensiones filosóficas. ¡Imposible! Igual, yo llegaba hasta la última línea porque quería demostrar que lo había hecho. De eso quedó en mi recuerdo el color azul, quizás porque era lo único que había entendido. La lectura es, en la novela,  ese lugar de relación con el ausente. Durante ese momento mi padre fue mi padre y me transmitió algo esencial.
-         _ La novela también es un relato de la relación con la lengua francesa.
Sí, es una relación que sucede en la mente y en el cuerpo, al mismo tiempo. Entrar en otro idioma es una experiencia mental y física. El libro es un viaje dentro de la lengua francesa, es un viaje lingüístico.
-      _    Decís de que los franceses siempre se guardan algo…, en tu escritura también hay como una contención.
-          Sí, una contención que a mí me gusta en literatura, es lo que busco, que  afloren ciertas cosas y que otras estén sonando o resonando y que haya que aguzar el oído para captarlas. 
-       _   Es interesante la sociedad de niños que se va armando, como un club de minorías.
-          Es que vivíamos en los suburbios, eso es llegar a Francia para mucha gente, estás afuera todavía. El glamour era de las tarjetas postales, hay un desfase entre lo imaginado y la realidad. En Francia, la novela tuvo un impacto muy lindo y me siguen llegando cartas de gente que se reconoce. La experiencia del arraigo y el desarraigo.
-    _      ¿Te cuesta hablar con tus padres de la experiencia de los 70?
-          Sí, no mantenemos un discurso sobre ese pasado. Pero pasó algo muy lindo. Mi padre vive en Barcelona, y antes de publicar la novela se la mandé. Antes, me preguntó cuál era el título y entendió en seguida de qué se trataba.
-      _    ¿Por qué elegiste escribir en francés?
-          Es algo natural para mí, pero creo que con el francés me siento mucho más libre. En La casa de los conejos cuento el pacto de silencio en el que viví en mi infancia, el miedo a hablar, es terrible salir de eso. Ese “tenés que callarte” es muy difícil cuando sos chico. El idioma francés fue, creo, lo que me permitió tener esa distancia y hablar de ese silencio argentino. En El azul de las abejas aparece el silencio del francés, pero es un silencio lúdico, es un camino que permite salir del encierro verbal.

Entrevista publicada en Ñ el 16/10/14

“La soledad es un tema político”

Entrevista a Joao Gilberto Noll

Personajes solitarios, escindidos del mundo, que transmiten una inadecuación radical, y cuya identidad parece disolverse paulatinamente. Seres que atraviesan escenarios contemporáneos, ciudades cosmopolitas como Londres o Boston, en un estado de profundo extrañamiento, que transitan el borde difuso de la irrealidad, el delirio o la amnesia. Estos son los personajes que habitan las novelas del Joao Gilberto Noll, uno de los escritores brasileños más reconocidos del momento, que por estos días participa del III Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires (FILBA). Comparado con frecuencia con Beckett y Camus, Noll hace una crítica profunda de la sociedad globalizada y carente de utopías del siglo XXI partiendo del desasosiego existencial de su personaje.
De aspecto tímido, con un gesto reconcentrado ante cada respuesta, Noll afirma que el origen de su literatura es íntimo y compulsivo. “Escribo a partir de mi inconsciente. Para mí, el mundo interior es más desarrollado que el mundo externo. Escribo para dar drenaje a ese mundo, para no enloquecer. La literatura es una forma de salvación personal. Y esto confluye, creo, con las cuestiones del mundo actual.”
-         Ese personaje errante, en viaje, que va perdiendo su identidad, tiene mucho que ver con las migraciones, con la desterritorialización del mundo globalizado. ¿Es allí donde ve el nexo con lo contemporáneo?
-         Sí, es una búsqueda insana de alguna cosa que mi personaje no consigue nombrar. Creo que coincide con un escenario de la época: cuando yo comencé a escribir, en los 80, el mundo se vaciaba de utopías. Mi personaje va en busca de algo que pueda sustituir la pérdida de ese vacío. No lo encuentra, porque es un hombre solitario. Generalmente no tiene nombre, es un ser vaciado de identidad. Yo viví una adolescencia muy difícil, bastante antisocial, lo que escribo no es una autobiografía pero este hombre habita en mí. Lo mueve un deseo profundo de contemplación en un mundo donde la acción productiva es la norma. Su drama está allí, en la imposibilidad de contemplación. La novela es la búsqueda de algo que pueda trascender la mediocridad de lo cotidiano. La literatura es una forma de resistir.
-         - Este hombre, que se va desligando de todas las marcas sociales de su identidad, sin embargo parece encontrar algo que tiene que ver con el cuerpo.
-         Para los personajes que viven dentro de este límite, el cuerpo es lo único que puede referenciar la vida, su resistencia. El cuerpo es una cosa vital para esos hombres destituidos. Son un lamento mis libros. Un convite para que el hombre pueda pensar en una nueva dimensión de la realidad menos funcional y más humana.
-         Sin embargo, aunque hay sufrimiento, también se percibe una mirada crítica y a veces algo de humor, el absurdo.
-         Para mí este absurdo es algo posterior. No pienso que soy un escritor del sarcasmo porque el contenido dramático es muy fuerte pero cuando me releo encuentro un humor nada fino, nada británico, un humor grotesco.
-         Usted ha hablado de su interés por Ernesto Sábato y ahora veo cierta relación con sus ideas más que con su literatura.
-         No me gusta mucho la ficción de Sábato, sino un libro de ensayos: “El escritor y sus fantasmas”. Crecí en los 60 y 70, fui un chico marxista, y este libro de Sabato me liberó un poco del sentimiento culpable por querer hablar en la literatura de las cosas existenciales, de la soledad. Yo pienso que la soledad es un tema político. La literatura para mí es señalar la crisis, es decir: el mundo podría ser mejor.
-         En ese personaje suyo también hay un deseo de transformación, de devenir otro; la temática “trans” también es muy contemporánea.
-         Sí, hay un deseo profundo de ser otro, está fatigado de sí mismo, con certeza. La literatura somatiza las cuestiones de la contemporaneidad. La sociedad ofrece esta posibilidad de ser otro a través de cirugías plásticas, tantas cosas. Muchas veces para criticar en la literatura existe una atracción perversa por el objeto de crítica, como este deseo de ser otro, el propio personaje está contagiado de ese deseo. La literatura es perversión.
-         No es cerebral.
-         Yo no soy un escritor cerebral, sino pulsional. No escribo siguiendo ideas preexistentes.
-         ¿Cómo empieza a escribir un texto?
-         Empiezo un poco como un ciego, no sé sobre qué quiero escribir, es el propio lenguaje el que me guía. El lenguaje tiene una fuerza estructurante para llegar al tema.
-         ¿Qué escritores brasileños siente más afines? ¿Y argentinos?
-         Clarice Lispector, me gusta mucho esta mezcla entre poesía y prosa. El ritmo, la materialidad de la lengua es importante para mí. La renovación de la prosa viene de su posibilidad poética. Y de los argentinos, Cortazar, como cuentista tuvo una influencia importante en mi formación.
-         De los escritores contemporáneos, ¿cuáles le interesan?
-         El austríaco Thomas Bernhard, su virulencia, su vehemencia anárquica, me encantan. Yo soy más pacifista, pero me gusta su visión del mundo, es completamente refractario a la realidad. Yo no soy así, mi personaje tiene una ira pero está sediento de un momento de comunión con los otros. Y de los escritores más jóvenes, me gusta mucho Daniel Galera y Marcelino Freire. Hay un movimiento literario muy fuerte en Brasil actualmente.
-         En su página web se ven muchas tesis escritas sobre sus textos, ¿qué siente al leerlas?
-         Me siento muy bien, es la trascendencia de la soledad del trabajo literario.
-         ¿Y el Filba, qué significa para usted que ha escrito sobre la soledad del intelectual en un territorio ajeno?

-         Es muy alentador participar de un evento representando a mi país. Veo que vale la pena, porque el escritor trabaja para llegar al otro. Ahí está la resistencia, el escritor puede llegar al otro, puede haber un aporte. Yo no escribo como un acto solipsista.

Alejandra Rodríguez Ballester

publicada en Clarín el 15/9/11, en versión más breve, título: "La literatura busca trascender la mediocridad de lo cotidiano"