viernes, 23 de noviembre de 2018

"Sopor" de Chris Kraus, un viaje por las ruinas del siglo XX


Antes de que se instalara el gesto enunciativo de la autoficción y mucho antes de que Karl Ove Knausgaard irrumpiera con su autobiográfica Mi lucha, la estadounidense Chris Kraus inició su saga basada en hechos de su propia vida. Escritora, cineasta, crítica de arte, performer, Kraus escribe desde el centro de la vida intelectual contemporánea, como irónica y aguda observadora de nuestra época. “Todo sucedió. No habría existido el libro si no hubiera pasado”, dijo Kraus sobre su primera novela, I love Dick (1997), que trata sobre el enganche obsesivo de una mujer de 39 con un colega, a quien escribe cartas apasionadas en las que interviene su marido y que ambos transforman en un proyecto artístico. Descripta por la escritora como “una fábula sobre el deseo y el patriarcado”, I love Dick fue reeditada y redescubierta en 2013 por una nueva generación de feministas blogueras que la difundieron por las redes: llegó a vender 14 millones de ejemplares, cuando en los 90 había pasado inadvertida. En 2016 se filmó una elogiada serie televisiva, dirigida por Jill Soloway, disponible en Amazon.
Traducida por Cecilia Pavón y recién publicada por Eterna Cadencia, Sopor (2006) cierra la trilogía iniciada por Amo a Dick (Alpha Decay) y que también integra Aliens and Anorexia (2000). Narra la historia de Sylvie y Jerome, alter egos de Cris Kraus y su pareja  Sylvére Lotringer, editor de Semiotext(e), sello que publicó en Nueva York a los teóricos franceses, desde Deleuze y Guattari, a Jean Baudrillard y Paul Virilio.  En torno a los 30, ella, con más de 50, él, ambos viajan a Rumania con el proyecto algo difuso de adoptar un huérfano de los miles que existen entonces en ese país como consecuencia de la delirante política demográfica del depuesto dictador Ceaucescu. Jerome y Sylvie son “dos cosmopolitas sin raíces”, que han invertido en propiedades en suburbios rurales, en los que viven con su perrita Lily mientras están libres de inquilinos. La mirada sobre ellos es distanciada e irónica: atractivos y desopilantes, también resultan un poco snobs, siempre insegura y algo fracasada, ella; ególatra y mezquino, él. Dedicado a investigar y reflexionar sobre el Holocausto –su padre había muerto en Auschwitz- Jerome busca actuar “detrás del escenario de la cultura”, organizando eventos y reuniones entre filósofos y estrellas de rock; Sylvie aspira a ser “una Guy Debord femenina” pero sus películas son “espirales de asociaciones”, desordenadas, inconclusas, y no llegan a estar de moda.
Pero, mientras sigue a estos dos intelectuales – artistas por Nueva York, Los Ángeles, Berlín y Bucarest, Sopor cuenta, en realidad, la historia de fines de los 80 y principios de los 90, previa a Internet, cuando la caída del muro de Berlín era reciente, la Guerra Fría llegaba a su fin y la Guerra del Golfo de George Bush padre acababa de comenzar. “La frase daño colateral, un término militar acuñado para describir la pérdida accidental de poblaciones civiles, acaba de empezar a migrar hacia la terminología terapeútica de autoayuda”, señala Kraus, sutil para registrar los desplazamientos de signos del ámbito político a la jerga prosaica, en la cultura del nuevo conservadurismo. Describe el cambio de época, el deslizamiento del punk con su “no future” hacia una cultura que amortigua la crítica y acompaña con superficialidad la escalada bélica. Es el momento de la serie televisiva Thirtysomething, comedia que difunde un modelo de pareja neotradicionalista seducida por los valores de la familia. La misma Sylvie, ex punk, se deja conquistar brevemente por esa tendencia. En ese contexto surge su deseo maternal, muy entre comillas en cuanto a su autenticidad y para nada bienvenido por Jerome.
En una narración circular que transita por varios tiempos, uno de los momentos imperdibles es la escena parisina en el departamento de Felix Guattari, amigo de Jerome, su editor, para ver la revolución televisada que derrocó al dictador Ceaucescu. “Era al mismo tiempo el anfitrión burgués y el erudito contracultural presidiendo una pijamada ideológica”, escribe sobre el filósofo. “Nacidos antes del triunfo del espectáculo, la suya era la última generación para quien las cosas realmente importaban”, señala no obstante Kraus, contrastando a la generación del Mayo francés con el optimismo hueco de los jóvenes que surfean los medios.  
Entre situaciones hilarantes y un gesto aparentemente despreocupado, va calando cada vez más hondo en la obsesión de Jerome sobre el Holocausto: “acariciaba sus fantasías sobre Auschwitz como Humbert Humbert acariciaba el cuerpo preadolescente de Lolita”. O en la maternidad negada a Sylvie. Las posibilidades no realizadas de los artistas, de las personas, de pueblos enteros como el rumano, son la contracara del esplendor y el vértigo. Más allá del interés que despiertan los dos protagonistas y su agónica relación, Kraus brilla en la agudeza y hondura de sus observaciones, en sus frases certeras que revelan una mirada alerta, habituada a leer las tramas y múltiples conexiones que dan espesor a la vida y el arte contemporáneos.

Alejandra Rodríguez Ballester (reseña publicada en la revista Ñ el 17/11/18, con otro título y en versión abreviada)

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