Por Alejandra Rodríguez Ballester
Cuántos, ante la noticia de la muerte de Gabriel García
Márquez, habrán de recordar aquellos años remotos en que Cien años de soledad los llevó a conocer la literatura. Buenos
Aires era por entonces un faro de la industria editorial en lengua española, y
fue un editor argentino, Fernando Porrúa, quien supo valorar el manuscrito de
ese colombiano de 39 años que era todavía un desconocido. Corría el año 1967,
la apuesta de Sudamericana era fuerte -10.000 ejemplares de tirada- pero el
entusiasmo de los lectores superó sus expectativas y la novela se agotó en
quince días. Es que los argentinos, maravillados como José Arcadio Buendía con
el astrolabio y los mapas de Melquíades, habían descubierto los poderes de este
libro que les permitía “navegar por mares incógnitos, visitar territorios
deshabitados y trabar relación con seres espléndidos sin necesidad de abandonar
su gabinete”. Con estilo ágil e invención prodigiosa, la novela creó un mundo
mítico de personajes excéntricos y entrañables cuyo principal logro fue el de todo
gran clásico: seducir por igual a las capas intelectuales y al gran público. El
crítico Ángel Rama cifró la clave de tal magnetismo en su narrativa
vertiginosa: “Lo que se destaca en esta literatura es el carácter de pequeñas
acuñaciones brillantes y sucesivas que se encadenan una tras otra creando la
sensación de un salto continuo”. La ardua realidad latinoamericana aparecía
allí condensada, denunciada y transmutada en Macondo, por obra de aquello que
dio en llamarse “realismo mágico”. Y fue así como Gabriel García Márquez quedó,
a los 39 años, a la cabeza del boom de la novela latinoamericana, al frente del
grupo formado por Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Alejo Carpentier y Julio
Cortázar, que venían haciendo ruido por aquellos años en la región y que con el
empuje del colombiano ganaron lectores en Europa y el mundo entero. Eran tiempos
de fervor revolucionario: Fidel se afianzaba en Cuba, el Che emprendía su
cruzada en Bolivia y la política latinoamericana era un jeroglífico de candente
actualidad. La literatura del boom había encontrado una voz nueva para narrar
al mundo la realidad de opresión y violencia que había encendido la mecha
revolucionaria.
Ecos de Faulkner y de la abuela Iguarán
Cuando Gabriel García Márquez se referí a las raíces de su
literatura citaba tanto a escritores –Faulkner, Rulfo, Kafka- como a las
narraciones que escuchaba de niño. Nacido en 1928, en Aracataca, Gabito pasó su
primera infancia en casa de sus abuelos. Allí escuchó las historias más
fabulosas jamás contadas: en boca del coronel, las que tenían relación con la
historia y la política de su país, como la feroz matanza de los trabajadores de
la compañía bananera, en 1928, -narrada en Cien años… -; y por parte de su abuela, los
relatos de aparecidos y seres sobrenaturales, narrados “como si fuera la cosa
más normal del mundo”. La inspiración faulkneriana es evidente en su primera
novela, La hojarasca, y en su
voluntad de construir un universo de ficción en torno a un pueblo mítico,
Macondo, basado en la Aracataca de la niñez. Los ecos de la tragedia griega
también se escuchan en su obra: Antígona en La hojarasca, Edipo en Cien
años. Pero ese condimento de lo real maravilloso se lo debía en gran parte
a las supersticiones de la abuela Iguarán, a los relatos de portentos y
premoniciones que aterraron su infancia. Su historia personal y la historia de
Colombia se cuelan con distinto peso y densidad en sus obras: así como La
Mala hora narra el episodio conocido como la Violencia o el Bogotazo
(1948) y El otoño del patriarca
alude a las dictaduras de la región, El
amor en los tiempos del cólera ficcionaliza la historia de amor de sus
propios padres y Cien años de soledad integra
tanto la historia familiar como la política colombiana, aunque es leída en
clave sudamericana.
Pero antes de ser conocido como escritor, García Márquez
había ganado fama periodística. Cuando
abandona la carrera de Derecho para dedicarse a la escritura, publica en El
Espectador de Bogotá y luego en El Heraldo de Barranquilla. Para el primero
realiza el famoso reportaje a Luis Alejandro Velasco que se conoció después
como Relato de un náufrago y que
destapó la corrupción que desencadenó el hundimiento del barco de la armada
colombiana y la muerte de sus tripulantes. Su amor por el oficio lo llevó a
fundar, junto con otros periodistas y escritores, como Tomás Eloy Martínez, la
Fundación Nuevo Periodismo, escuela de escritura como pocas en la región.
Como periodista hizo la crónica de la revolución cubana
desde La Habana donde inició una amistad personal con Fidel Castro, y tiempo
después crearía en Bogotá una rama de Prensa Latina, la agencia de noticias
revolucionaria. Supo asumir un rol comprometido y actuó como “embajador” en
situaciones difíciles: a pedido de la revolución sandinista intercedió a su
favor ante el presidente Carlos Andrés Pérez y, en los 90, actuó como
intermediario entre el gobierno y la guerrilla de su país.
Nunca perdió oportunidad de manifestarse por la causa latinoamericana
aprovechando la visibilidad que le daba su notoriedad literaria. Lo hizo en
1982, frente al tribunal sueco que le otorgó el Premio Nobel, mientras América
latina vivía su hora más negra bajo el yugo de las dictaduras. En su discurso, que
rastreaba los gérmenes del “boom” en los relatos alucinados de los cronistas de
Indias, recorrió una historia latinoamericana plagada de dislates, dignos de la
invención literaria, para terminar reclamando de los europeos una actitud más solidaria
con la causa del continente. “¿Por qué la originalidad que se nos admite sin
reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en
nuestras tentativas tan difíciles de cambio social?”, se preguntaba, después de
denunciar la destitución de gobiernos legítimos, los atropellos a la libertad,
las desapariciones y apropiaciones de bebés en la Argentina. Interpelando a su
auditorio europeo, le reclamaba hacer real una utopía, “donde las estirpes
condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda
oportunidad sobre la tierra”.