Por Alejandra Rodríguez Ballester. (Revista Ñ, 19/06/21
De manera onírica, con sujetos y territorios desplazados, como en los
sueños, sin gauchos ni desierto, los ecos del Martín Fierro se pueden percibir de manera sutil, entreverados con otras
voces, en El gran surubí de Pedro
Mairal. Esta novela gráfica, ahora reeditada, fue escrita en sesenta sonetos y
publicada por entregas en 2012 en la revista Orsai. Llegó al soporte libro en
2013, en una edición casi lujosa, apaisada, con ilustraciones de Jorge
González. La versión actual, publicada por Emecé, es mucho más austera, con
dibujos en blanco y negro de Pedro Strukelj, en un libro de formato tradicional.
En 2005, Mairal había publicado El
año del desierto, su segunda novela, una distopía que se internaba en la
historia y la tradición literaria argentinas, para narrar una involución, el
retroceso del país desde el siglo XXI al XIX, desde la ciudad hacia el
desierto, desde la civilización hacia la barbarie y hacia el matadero. Ambos
relatos están emparentados por el salto al pasado literario para iluminar zonas
del presente, un presente signado por la crisis y la amenaza latente del
autoritarismo y la violencia de Estado.
En cada reescritura del poema nacional se pueden identificar no solo
obsesiones autorales sino lecturas de época. Borges quiso volver sobre el
episodio canalla del gaucho de Hernández -la muerte arbitraria del Moreno -
para hacer justicia poética en El Fin; también
revisitó en su Biografía de Tadeo Isidoro
Cruz esa noche memorable y única en que el sargento Cruz se reconoce en el gaucho
desertor, comprende su
destino y cambia de bando. Son las reescrituras de un lector sagaz y exquisito.
Entrado el siglo XXI, Gabriela Cabezón Cámara eligió escribir lo que faltaba:
el personaje de la mujer de Fierro, invisibilizado en el relato del siglo XIX, cobra
protagonismo en sus Aventuras de la China
Iron, una versión queer e iconoclasta del relato gauchesco.
En El gran surubí, Mairal
reescribe la escena de la leva, el estado de excepción, el reclutamiento
arbitrario de los gauchos, y lo traslada a una Argentina contemporánea y distópica,
con reminiscencias de la dictadura. Atormentado por un juicio de divorcio, el
protagonista, Ramón Paz –viejo seudónimo de Mairal- sólo encuentra alivio entre
amigos, en la camaradería homosocial del fútbol. Es en la cancha donde los
sorprenderán los milicos y, tal como sus compadres del siglo XIX, serán usados
como mano de obra esclava, enviados a la pesca del surubí, en una Argentina
empobrecida que reemplaza la carne por pescado.
Quizás resultado de mutaciones genéticas, el surubí es un bicho
indescriptible y monstruoso que cobra dimensiones míticas: “cada quien
describía de una forma/ distinta al surubí como un bestiario/un prodigio que
altera el diccionario/ una imagen que crece y se deforma”. Un pez “con tamaño
de ballena” muy cerca del Moby Dick de Melville. Y aquí es otro género el que
se cruza con la gauchesca: el relato de aventuras, otra épica enteramente
masculina.
Para el autor de los Pornosonetos,
zarpar lejos de la tierra implica también cruzar otra clase de frontera, la que
va de la representación del deseo heterosexual a la del deseo y el sexo entre
muchachos. El tan mentado homoerotismo entre Fierro y Cruz, aludido desde Martínez
Estrada en adelante, aquí se hace explícito, y el duelo de Ramón Paz ante la
pérdida de su compañero es casi tan sentido como el del gaucho por su amigo. Ramón
también será desertor, también a él lo perseguirán por una muerte, pero ninguna
coyuntura política lo salvará de su destino.
Una mención aparte merece el recurso del soneto, que remite al pasado en
lo que tiene de anacrónico, aunque la gauchesca optaba por el verso octosílabo
de la tradición oral. Su uso es irónico y contemporáneo: se borran las
estrofas y se elude el refinamiento, se apela al humor, a lo coloquial, a las
marcas y referencias populares.
El giro hacia lo fluvial que da El
gran surubí, que sale de un género y de una relación intertextual para
establecer otra geografía y otros lazos literarios, es quizás la apuesta más
osada y fecunda de Mairal. Con este gesto, el poema nacional parece liberarse
del lastre de su canonización por Lugones, de su embalsamamiento como épica
nacional para seguir el cauce de otros géneros, como el relato de aventuras, o la
estela de escritores argentinos que eligieron el río como su zona: desde Juan
L. Ortiz hasta Saer, cuyos ecos pueden escucharse por momentos en esta deriva litoral.